Desde Madrid
La política española juega y corre con la misma velocidad y furia de la saga protagonizada por el actor Vin Diessel. Incluso, como la política en general, corre el riesgo de convertirse en un producto de entretenimiento. El mayor problema es que, mientras algunos sectores del poder se llenan los bolsillos, las grandes mayorías ciudadanas sufren las consecuencias de una política que no está hecha para su beneficio.
Los mandatos se acortan, y los oficialismos tienen cada vez más difícil la opción de revalidar. Les pasó a Macri, Trump, Bolsonaro, y a unos cuantos primeros ministros del Reino Unido, por citar solo algunos del último tiempo. Con o sin razón, las sociedades no tienen paciencia, y el voto busca respuestas inmediatas.
En España, que elegirá autoridades en menos de dos meses, el marco electoral se presenta cuesta arriba para el socialista Pedro Sánchez, incluso con unos datos económicos que bastarían para destacarlo por sobre el resto de sus contrincantes. Logró reducir la tasa de desempleo en casi diez puntos, subió el salario mínimo, y, junto a Unidas Podemos, aprobó una batería de leyes que mejoraron las condiciones de la clase trabajadora.
Sin embargo, en estos tiempos, la política está dominada por la furia, y la velocidad. De la primera lo sabemos bien en Argentina, aunque es algo global. Buena parte de la dirigencia política no discute programas ni ideas. Se dedica a insultar y descalificar, cuando no a mentir. En efecto, uno de los temas que dominó la campaña electoral para elegir autoridades provinciales y municipales en España fue ETA, el terrorismo vasco. Aunque lleva más de diez años disuelto, para la derecha política y mediática del país ibérico, Sánchez es su principal redentor.
Con los medios y la dirigencia de derecha celebrando el “fin del sanchismo” y el triunfo del Partido Popular (PP) y Vox en los comicios autonómicos y municipales, Sánchez debió ser más veloz que nunca. A las once de la mañana de este lunes compareció a las puertas de La Moncloa para anunciar que, las elecciones previstas para diciembre, se adelantaban al veintitrés de julio.
Eso le permitió frenar los preparativos de su entierro político, y evitar que, durante los próximos meses, el Partido Popular y Vox siguieran cascoteando a un gobierno que, contra todas las reglas de la democracia, calificaron de “ilegitimo” casi desde sus inicios.
La izquierda, con sus habituales luchas intestinas, no ha sido lo suficientemente veloz para entender el tiempo político actual. Disgregada nacional y provincialmente, y sin líderes definidos, ha pagado el costo en las urnas. Unidas Podemos no entró en la Asamblea de Madrid, y tampoco logró sumar en Valencia, que se había convertido en una comunidad testigo del rumbo que tomaría la política nacional.
La jugada de Sánchez los ha obligado a reaccionar de forma urgente. En menos de diez días deberán presentar listas y ordenar un discurso y un liderazgo claro. El PSOE, por su parte, deberá analizar la conveniencia de haberle dado a la campaña el espíritu de un plebiscito. La dinámica de saturar el debate público con agendas propias que tantos éxitos le deparó en años anteriores, podría ser sometida a revisión.
En la España actual, los gobiernos se forman en coalición. Para revalidar, el espacio progresista necesita de un PSOE fuerte que lidere, y una izquierda (Unidas Podemos/Sumar) que, justamente, sume una cantidad considerable de diputados. Lo mismo sucede del otro lado de la horquilla. Muerto Ciudadanos, el PP deberá obtener mayoría absoluta o pactar con Vox. Y, hablando de pactos, esa será una de las claves de las elecciones generales del veintitrés de julio. ¿Qué prefiere la sociedad española, un gobierno del PSOE, que pacte con partidos de corte independentista como ERC y EH Bildu, o un Partido Popular que pacte con la agenda ultra y reaccionaria de Vox? Previsiblemente, todo se decidirá en un marco de furia y velocidad.