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Hablan los familiares de los muertos en Perú

Página/12 en Perú

desde Lima

Las masivas protestas antigubernamentales en Perú y la respuesta represiva que lleva 48 manifestantes asesinados por la policía y el ejército –el total de muertos son 60– más de mil heridos y detenciones arbitrarias, han marcado al país los últimos dos meses. La violencia estatal es incentivada por la impunidad y el discurso oficial replicado por los medios, justificando que se dispare contra la población: 46 de los muertos fueron por armas de fuego y dos por bombas lacrimógenas. Al mismo tiempo se estigmatiza a los manifestantes como violentos y terroristas.

La última muerte fue este jueves en la andina región de Apurímac: un joven de 23 años asesinado de un balazo policial. Ese día hubo un paro nacional y multitudinarias protestas en distintas ciudades incluyendo Lima, que exigían la renuncia de la presidenta Dina Boluarte y elecciones este año. En Juliaca, ciudad de la altiplánica región de Puno, una multitud salió a las calles para exigir justicia al cumplirse un mes del asesinato de 18 pobladores por disparos de la policía. En ese día de demandas de justicia hubo más de veinte heridos, tres de ellos por disparos de armas de fuego, entre ellos un niño de once años.

Médico fusilado por solidario

Una de las 18 víctimas en Juliaca del 9 de enero fue Marco Antonio Samillán, médico recién egresado de 29 años. La policía le disparó cuando estaba atendiendo a un herido. Marco Antonio estaba en la protesta como voluntario en las brigadas de salud. Su hermana María Ysabel recuerda lo ocurrido: “Desde que comenzaron las protestas mi hermano iba para atender a los heridos. Yo le había pedido que no vaya, pero él siempre estaba apoyando. Conversé con una de las brigadistas de salud, me dijo que la gente caía y caía, ellos atendían a los heridos. Mi hermano fue a ayudar a una persona herida, se puso de cuclillas y ahí le dispararon. Pienso que ha sido saña de la policía, que seguro estaban viendo que él estaba ayudando a los heridos. Le dispararon por la espalda. Cayó ayudando a otra persona, pedía que ahora lo ayuden a él, que no lo dejen morir. Intentaron salvarlo, pero no pudieron”.

Con este doloroso recuerdo, a María Ysabel le saltan lágrimas de tristeza, de impotencia, de rabia. “Cada día siento que yo también muero. Ya no puedo vivir. Yo he cuidado a mis hermanos menores, siento como si me hubieran arrebatado un hijo. Me da tanta rabia. La señora (Boluarte) ha dicho que se mataron entre ellos, eso es totalmente falso. Solo pido justicia”.

Leonardo, contador 

Antes de la masacre de Juliaca, hubo una matanza en Ayacucho, otra región andina. Ahí el ejército asesinó a diez manifestantes. Fue el 15 de diciembre, durante una masiva movilización en las calles de Huamanga, capital de Ayacucho. Las autoridades justificaron las muertes diciendo que manifestantes intentaron tomar el aeropuerto. Leonardo Hancco, un contador y operador de maquinaria pesada de 27 años, estaba entre la multitud. Su esposa, Ruth Bárcena, se había quedado en su casa. Por las redes sociales vio que Leonardo estaba entre los heridos. Salió corriendo.

“Llegué a la zona del aeropuerto, en medio de las balas busqué a mi esposo, pero no lo encontré. Vi a un militar dispararle a una señorita en la cabeza porque ella se le enfrentó cuando disparaba a otros jóvenes. Los jóvenes huían y los militares iban atrás disparando. Me protegí en una cuneta con dos señoras que buscaban a sus hijos. Un joven me dijo que a mi esposo se lo habían llevado a la posta. Fui corriendo. Cuando llegué, salía la ambulancia en la que lo estaban llevando al hospital. Me dijeron que estaba grave, que la bala le había destrozado los órganos. Fui corriendo al hospital. Fue operado, pero al día siguiente murió”, relata Ruth. Sin poder contener el llanto, clama por justicia. “Mi esposo fue asesinado. Todos tenemos derecho a protestar, a exigir nuestros derechos, eso es lo que él hizo cuando salió a sumarse a las protestas. Pido justicia, que no queden impunes tantas muertes”.

En Huamanga se formó una asociación de familiares de los asesinados en el departamento de Ayacucho. Ruth fue elegida presidenta y desde entonces, sufre amenazas y hostigamiento policial. “Los policías han venido a mi casa, dicen que buscando pruebas de terrorismo. No soy terrorista”. En el Perú actual se han naturalizado las acusaciones falsas de terrorismo contra manifestantes y quienes denuncien los asesinatos en la represión. Esto trae a la memoria los violentos años 80 y 90 con el conflicto armado interno, cuando miles fueron encarcelados, desaparecidos, ejecutados y acusados sin evidencias de terrorismo. Esta es una realidad especialmente sensible en Ayacucho, epicentro de la mayor violencia en esos años. “Me indigna escuchar a la señora (Boluarte) decir que somos terroristas”, señala Ruth.

Obrero de la construcción

Víctor Santisteban, de 55 años, fue asesinado en Lima con un disparo a corta distancia de una bomba lacrimógena. Ese día, 28 de enero, era la primera protesta a la que Víctor iba. Dedicado al trabajo en construcción, vivió largo tiempo en Argentina. Emigró a Buenos Aires en 2006 con su única hija, que entonces tenía doce años. En 2018 regresó solo al Perú. Tenía planeado volver en estos días a Buenos Aires a ver a su hija que estudia arquitectura en la UBA y conocer a su nieto de un año. Víctor fue a la movilización en el centro de Lima con una amiga. Cuando ya era de noche y la represión se endurecía, decidieron irse. Caminaban con otros manifestantes, pacíficamente, cuando un grupo de policías apareció cerrándoles el paso lanzando bombas lacrimógenas. Se dispersaron. Víctor caminaba con su amiga alejándose junto a un grupo, cuando un policía se acercó y disparó una lacrimógena en forma recta, al cuerpo, que le impactó a Víctor en la cabeza. Cayó con el cráneo destrozado. Fue atendido por manifestantes y brigadistas de salud. Lo llevaron a un hospital, pero el golpe era mortal. Intentando encubrir el crimen, miembros del gobierno y los medios señalaron que Víctor murió por una piedra lanzada por un manifestante. Pero una cámara de seguridad de un local comercial grabó todo: los videos prueban que a Víctor lo asesinó un policía.

Víctor era el tercero de seis hermanos y nadie en su familia sabía que había ido a la protesta. Su hermana Elizabeth le contó a Página/12 que se enteraron por las redes sociales que su hermano había sido herido. Ellizabeth con su hermana y el esposo de ésta salieron corriendo a buscar un taxi. Demoraron una hora en llegar al centro de la ciudad. Ahí se tuvieron que enfrentar al dolor de la repentina muerte de Víctor y al maltrato de las autoridades. No los dejaron entrar al hospital: les mintieron mandándolos a otro centro de salud donde no lo encontraron, regresaron y después de dos horas, pudieron ingresar. En ese momento, a su hermano lo sacaban para llevarlo a la morgue. Ningún médico quiso hablar con ellos.

“Los videos no dejan ninguna duda que a mi hermano lo mató un policía disparándole una bomba lacrimógena. A Víctor no se le ve en ninguna acción violenta que pudiera implicar una amenaza para el policía, que disparó esa lacrimógena a matar, por eso digo que es un asesino. Como en otras partes del país, los policías han matado a los civiles y han sido señalados como héroes, este policía seguro pensó que lo mismo iba a ocurrir con él si mataba a alguien. No pensó que había cámaras de seguridad que iban a grabar lo que hizo. Manifestantes nos han contado que los policías después de matar a mi hermano, se iban riendo, festejando. ¿En qué país estamos?”, se pregunta Elizabeth que es profesora en un colegio y ha pedido licencia para dedicarse a buscar justicia. “Quieren engañar a la gente de que todos los manifestantes son terroristas. Mi hermano no era ningún terrorista. Me indigna que digan eso. Estamos luchando por justicia contra grandes poderes”.

Hasta ahora, lo que se impone es una impunidad protegida por el gobierno. Las voces de familiares de las víctimas no tienen espacio en los medios hegemónicos locales que, dedicados a aplaudir la represión y criminalizar a los manifestantes, justifican los asesinatos e invisibilizan a quienes demandan justicia.   

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