La represión aumenta en Perú a medida que la actual presidenta Dina Boluarte cierra filas con el centro y la derecha para consolidar su débil gobierno. De hecho, el flamante nombramiento como Jefe de Gabinete a Alberto Otárola, hasta ayer Ministro de Defensa, da una señal directa de la dirección asumida por un gobierno, que ha optado por fortalecerse reclinándose cada vez más en las Fuerzas Armadas.
No son pocos quienes, frente a un escenario de crisis que parece incontenible, juegan con todo tipo de especulaciones sobre las posibilidades reales de supervivencia de un gobierno de transición de estas características.
Lo cierto es que en caso de que Boluarte no pueda cumplir su mandato, quien debería asumir el mando es el actual presidente del Congreso, José Willliams, un militar retirado que entre 2005 y 2006 fue jefe del Comando Conjunto de las FF.AA. Fue acusado por corrupción y también procesado, y absuelto por la masacre de Accomarca de 1985.
Frente al actual escenario de alta inestabilidad, el acortamiento del mandato hasta julio de 2024, con elecciones generales en abril, sin duda ayuda a Boluarte y descomprime parte de las tensiones. Pero quienes mayores beneficios obtienen por la nueva medida aprobada por el Congreso, serán los partidos y candidatos de la derecha, que ya comienzan a prepararse ante una contienda todavía distante.
Debido a las características asumidas por esta crisis, a las condiciones de salida del ex presidente Pedro Castillo y a la masacre de casi una treintena de manifestantes en todo el país, el impacto internacional y regional se ha revelado como uno de los rasgos clave de este proceso.
Frente a quienes suponen que le queda poco tiempo en el gobierno, la presidenta tiene un apoyo fundamental: el de Antony Blinken, secretario de Estado de Joe Biden. En una comunicación el 16 de diciembre, el diplomático no sólo respaldó a la presidenta, sino que pidió a los diferentes actores políticos de Perú que realicen todos sus esfuerzos para hacer “las reformas necesarias” con el objetivo último de salvaguardar la estabilidad democrática del país.
Boluarte también ostenta el apoyo de la Secretaría General de la OEA, que desde un inicio se manifestó a favor del cambio presidencial y, en su declaración de apoyo, manifestó “la imperiosa necesidad de recomponer la senda democrática”. Al mismo tiempo, resulta notorio que la crisis en Perú ha debilitado y fraccionado una incipiente unidad regional que, en términos concretos, nunca terminó de ofrecer un respaldo efectivo al ex presidente.
Uno de los primeros actos fue cuando, luego de algunos cambios de posiciones, los gobiernos de México, Colombia, Bolivia y Argentina expresaron su preocupación por el “tratamiento judicial” que se le estaba brindando a Castillo una vez despuesto, y pidieron priorizar “la voluntad ciudadana que se pronunció en las urnas”. La respuesta de Boluarte no se hizo esperar: no sólo negó cualquier posibilidad de renuncia, sino que citó a los embajadores de los países que se habían pronunciado para manifestarles en persona su disconformidad.
En términos prácticos, hoy Pedro Castillo todavía mantiene un diálogo preferencial con Andrés Manuel López Obrador y Gustavo Petro. Si con el primero analizó la posibilidad de que al menos su familia pudiera exiliarse en México, el segundo se presenta como su principal vocero en términos internacionales y de violación a sus propios derechos.
El gobernante colombiano no sólo insistió sobre la situación procesal del presidente depuesto, señalando la responsabilidad de las autoridades judiciales de Perú y de organismos internacionales, sino que encaró la política de no reconocimiento hacia el mandato de Dina Boluarte.
Los gobiernos de otros países de la región también se manifestaron en torno a la crisis en Perú, manteniendo tonos y sentidos diferenciados en sus propias intervenciones. Nicolás Maduro acusó a las “élites oligárquicas” de impedir gobernar a Castillo, al punto de llevarlo al extremo de querer clausurar el Congreso. El gobierno chileno expresó el deseo de que el actual conflicto se resuelva “a través de mecanismos democráticos y el respeto al Estado de derecho”.
Por otro lado, subsiste una excesiva confianza en el cambio de gobierno que ocurrirá en Brasil el próximo 1° de enero de 2023. Si Lula da Silva pretende hacer prevalecer los intereses de su nación a nivel sudamericano una vez que asuma el gobierno, deberá enfrentar una insospechada crisis con un país con el que había encarado una redituable sociedad económica hace más de una década, cuando la construcción de un eje comercial entre el Pacífico y el Atlántico parecía una alternativa válida.
Sin embargo, ya Lula adelantó algunas pistas de cómo enfrentaría esta situación. Por una parte, lamentó la crisis generada en Perú ya que involucra, de manera directa, a un presidente elegido democráticamente. Al mismo tiempo, asumió que no había mucho más que hacer ya que el traumático reemplazo de Castillo por Boluarte por mediación parlamentaria, “caminó dentro de los moldes constitucionales”.
La internacionalización del conflicto tendió a profundizarse con la reciente medida adoptada por la cancillería peruana, que aceptó otorgar el salvoconducto para que la familia del presidente depuesto pueda viajar a México. Pero al mismo tiempo, declaró “persona no grata” al embajador mexicano Pablo Monroy y se le conminó a abandonar Perú en un máximo de 72 horas.
Las reiteradas expresiones del gobierno de López Obrador a favor de Castillo, consideradas como “violatorias del principio de no intervención”, subyacen en la decisión de Boluarte. Se produjo así un quiebre en las relaciones entre ambos países, si bien la presidencia mexicana se manifestó a favor de continuar con el diálogo.
Mientras Dina Boluarte reencausó los tradicionales vínculos con Washington, la actual crisis en Perú reveló que en la región no existe una interpretación unívoca en torno a la salida de Pedro Castillo de la Presidencia, así como tampoco se produjeron similares llamados a condenar con énfasis la política represiva asumida por el gobierno.
En tanto todavía no se produjeron pronunciamientos claros por parte de la CELAC y otras instancias regionales, los debates sobre la tan necesaria integración sudamericana y/o latinoamericana abiertos con el triunfo de Lula en Brasil, quedarán postergados para el futuro, seguramente, para momentos más promisorios y escenarios más confortables.