En Centroamérica, hablar del todo no implica siempre un ejercicio detallado del conocimiento de las partes. Existe una región, histórico-geográfica, que desde hace casi 500 años coincide, con algunos matices, con lo que hoy se denomina Centroamérica.
Sin embargo, diversos organismos e instancias internacionales casi siempre van al tanteo en la aprehensión de «lo centroamericano».
En la actualidad ciertos viejos (y nuevos) dirigentes políticos apelan a lo centroamericano, pero en realidad es una pose, solo intentan aprovechar la coyuntura desabrida que vive la región para posicionarse como la «salvación».
En Guatemala, el deterioro institucional ha llegado a un punto de descomposición tal que solo la emergencia ciudadana disruptiva podrá poner orden en la mesa. La tentativa no-convencional que expresaba la candidatura presidencial de la indígena mam, Thelma Cabrera, las autoridades electorales (entiéndase los «poderes fácticos» que mueven sus hilos por doquier) la anularon. Era un «mal ejemplo» y punto.
De ahí que convengan más a esos «poderes fácticos» otras candidaturas presidenciales como la de Sandra Torres o la de Zury Ríos (la hija del inefable Efraín Ríos Montt, militar que marcó con fuego sanguinario los campos de Guatemala entre 1982 y 1983).
Estas dos señoras (Torres y Ríos) van de lo mismo de siempre: circo, tamales y garrote (si hace falta). No se están planteando una agenda estratégica para Guatemala.
Los 7 países pareciera que se encuentran muchas veces en las antípodas, y solo se acercan cuando el Gran Vecino del Norte dice que repartirá billetes verdes, pero con condiciones.
Centroamérica es de mayor tamaño (por cerca de 17 000 kilómetros cuadrados) que España, y por sus peculiaridades geográficas constituye un punto especial del planeta, pero quienes han dirigido y han acumulado riquezas aquí siempre han rehuido la reunificación de Centroamérica.
Durante las varias guerras centroamericanas que se desarrollaron en la década de 1980 «lo centroamericano» no encarnó, y eso que los factores estructurales estuvieron expuestos a cielo abierto y era fácil identificar que la reunificación del istmo podría haber sido la vuelta de tuerca.
En este momento, salvo que algo extraordinario ocurriera, los 7 países, sus dirigentes y sus inversores y sus patrocinadores internacionales (grandes potencias, organismos internacionales y otros factores de poder) no ven más allá de sus narices.
Centroamérica, a pesar de sus enormes potencialidades, en el corto plazo no tiene garantizada su estabilidad. Está agujereada su institucionalidad. El caso del expresidente hondureño, Juan Orlando Hernández, preso en Estados Unidos por narcotráfico, lo dice todo.
Si antes, en la década de 1980, se decía que la realización de elecciones libres y limpias podía llevar a atemperar las tensiones, ahora en 2023 las elecciones no garantizan casi nada. Dos circunstancias contradictorias lo explican: el galopante descrédito de los partidos políticos y la astucia de los ‘nuevos operadores políticos’ que han visto en este descrédito la rendija para medrar y alzase con el aparato del Estado.
El cuadro centroamericano es precario: pocas diferencias entre cada país y varias tendencias compartidas. La cuestión migratoria, por ejemplo.
Costa Rica, Belice y Panamá son receptores de población migrante centroamericana. Guatemala, El Salvador, Nicaragua y Honduras expulsan miles de personas cada año. Algunos van a los países receptores, pero la mayoría abarrota la frontera con Estados Unidos.
Y el reciente grave incidente-incendio donde murieron 40 personas retenidas en un centro de detención en Ciudad Juárez (la mayoría centroamericanos; todos hombres que tenían entre 18 y 51 años), muestra lo que ocurre.
Otro aspecto común a los 7 países es el continuado debilitamiento de la vida en democracia. Y aquí hasta Costa Rica debe incluirse. El actual presidente, Rodrigo Chaves, tiene los modales y algunos vocablos que lo emparentan con sus pares centroamericanos, solo que tiene un problema que no puede (ni podrá) superar: los seguros institucionales en Costa Rica, por ahora, se mantienen en pie.
Belice es distinto. Su reciente antecedente colonial (aunque sigue vinculado a Gran Bretaña al formar parte de la Commonwealth) y su poca población lo sitúan en otra dimensión. Aunque el hecho de que cerca de 80 000 personas (de un total cercano a los 400 000) sean de origen salvadoreño, podría sugerir que hacia adelante habrá una importante ‘centroamericanización’ de Belice.
Pero son Guatemala, Nicaragua y El Salvador donde la descomposición política es mayor.
Guatemala celebrará elecciones el 25 de junio, para alcaldes y diputados y también se celebrará la elección presidencial, pero los «poderes fácticos» se decantaron por cerrar el paso a Thelma Cabrera, que desde el «anómalo» partido político llamado Movimiento para la Liberación de los Pueblos (MLP) pretendía participar.
El MLP es un partido político, pero surgido de las luchas sociales. Es un ‘instrumento’ de estas luchas sociales, y no un adminículo partidario al servicio de intereses espurios. Claro, su proposición es radical: impulsar la reformulación del Estado hacia uno nuevo, plurinacional, donde tengan cabida todos los pueblos indígenas.
En Nicaragua, la deriva autoritaria está desatada. Y solo la salida de Daniel Ortega y su cohorte pareciera ser la solución racional.
El caso salvadoreño es una suerte de Frankenstein político, porque está hecho de varios pedazos disímiles. Y su «éxito», como modelo, reside en la incapacidad de sus adversarios por descifrarlo y por deshacerse de sus propios lastres, y también en el diseño comunicacional gubernamental efectivo.
Centroamérica, así, no va ni a la esquina.
Jaime Barba, REGIÓN Centro de Investigaciones